Confía, confía y vuelve a confiar

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Fotografía de Igli Martini

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La tarde era calurosa. Una mezcla de pesadez húmeda y de quemazón agarrotaban su corazón apenas aliviado por el aire acondicionado del velatorio. Allí yacía su madre, rodeada de lirios azules.

A las 22:15h. del día anterior la novia de Antón se había despedido de una relación con promesas de blanco, diez minutos más tarde su hermana le llamó para decirle que la otra mujer de su vida también se había marchado.

Incapaz de escuchar un pésame más, Antón salió a fumarse un cigarro. Hacía mucho que no fumaba, pero hay ocasiones en las que dar una calada es la única manera de inhalar algo de oxígeno. Se coló por una puerta reservada al personal tratando de evitar más manos sobre el hombro. Subiendo unas escaleras dejó atrás cámaras gélidas, escaparates de ataúdes y una luz lúgubre que poco tenía que ver con la que se encontró al girar el pomo de aquella puerta: un prado verde, tupido e impetuoso, que acababa sobre la inmensidad del Atlántico amaneció a las siete de la tarde tras el último escalón.

Pensó que hacía mucho tiempo que no volvía a esa tierra, escenario de tantas vacaciones. Los ojos se le llenaron de las lágrimas que una noche de vigilia en la carretera y su condición de hermano mayor habían aislado en un rincón de sus pupilas.

¡Antón! –su sobrino Marcos llegó con los mofletes sonrosados envueltos en pecas y gotas de calor- te estaba buscando. La abuela ayer me dio esta carta para ti –le dijo extendiendo su brazo relleno de meriendas.

Antón no sabía que su madre iba a morir, ella sí, y había escrito esa carta pensando en este día y en el corazón tan cómplice de su hijo mayor.

Tomó el sobre al mismo tiempo que su pulso comenzó a tiritar. No es la primera carta que su madre le escribía y enseguida supo que la última sería la mejor herencia.

Se sentó sobre aquel manto verde.   

 

Para Antón, mi hijo:

Comprenderte fue mi única intención. Desde que saliste de mi vientre te miraba con el deseo de que, fuera como fuera nuestra relación, pudiera entenderte desde la hondura de la naturaleza, mirarte y verte, verte y no querer interrumpirte. No esperaba que tú lo hicieras conmigo; eso hubiera sido una especie de condena aparentemente saludable, pero propia de un amor muy de minúsculas al fin y al cabo.

Durante un tiempo pensé que eso era suficiente.

Más tarde, la existencia -con todos sus trucos- me mostró un modo de sublimar el hacer de nuestras manos, el caminar de nuestros pies, el sentir de nuestros núcleos y el discurrir de nuestra masa gris.

Descubrí la grandeza de la confianza: la explosión que acontece cuando dices SÍ. 

Hay algo que te existe hijo mío. En ese pálpito de lo divino -pulso de todo lo que es- no queda más remedio que confiar: confiar en ti, en mi, en el timbre de la puerta del vecino y en la sombra centenaria del olivo. El olivo lo hace tras un invierno gélido; echa hojas y comienza de nuevo porque no duda. 

Aprendí que la confianza necesita del entendimiento pero lo sobrepasa enlazando nuestras presencias, aunando sentires, exhalando paz y redoblando la alegría.

Si sólo nos comprendiéramos navegaríamos sin brújula. No habría esperanza en la incertidumbre de una tormenta ni aliento cuando el viento se nos cuela por la nariz sin dejarnos respirar. La confianza es una presunción de inocencia.  Y si quieres una Vida rica, necesitas asegurarte de que ésta no se está nutriendo de ninguna pobreza, lo que precisa de esa inocencia de la que habla Galeano:  la de 
esta pureza en que ando por impuro… ¿Cuántas veces leímos sus cuentos juntos, Antón?

Ése ha sido mi gran aprendizaje, el que me ensambló plenamente con una generosidad antes desconocida.  Sin incongruencias escurridizas, sin la incertidumbre de la palabra hueca o la duda patológica, sin las promesas que se deshacen en un parpadeo y las ingenuidades tramposas,  mis últimos años, por fin, supieron más a cojines mullidos que a tablas de acero.

En ocasiones necesitarás incumplir lo pactado, ser incoherente y borrar algunos principios. Te confundirás, te detendrás y caminarás aparentemente hacia atrás.  Pero la confianza derrota la necesidad de la moral, la trasciende cuando existe un espacio tranquilo donde podemos reconocernos. Necesitamos normas cuando no podemos creer en el otro, cuando no podemos entregarnos a él y a la existencia con la certeza de cierta entereza. 

Permanece abierto a todos sus interrogantes sabiendo que nunca tendrás todas las respuestas.  La confianza sabe que nunca podremos llegar a saber hacia dónde se dirigen ciertos vientos

La reconocerás por su sabor: aunque a veces algo te sepa amargo, ella se colará en tu estómago como un delicioso postre. En ocasiones puede que te cueste digerirla, sin embargo es un potente antibiótico. Lo he observado cada día en mis pacientes durante mis tres décadas dedicadas a la medicina: desconfiar -como táctica- es una enfermedad. Desconfiar es un engaño, ¿te das cuenta?, y los engaños van en contra de nuestra salud, que se basa en la honestidad.

Hoy estarás rodeado de muchos colegas de trabajo, de tus hermanos, tus tíos, tus abuelos y de amigos, también de desconocidos. Tal vez alguien te diga que la muerte nos separará, que ahora te corresponde caminar sólo; pero no los creas. Ellos son los mismos que dicen que lo que nos aleja son los kilómetros u otras circunstancias. Sólo, y únicamente, en este caso, desconfía. 

Si algo sé que te dejo en las células es cierta dosis de mi bravura. Ella te ayudará a confiar en esa sabiduría propia de la naturaleza. No la interfieras en exceso con tus diminutas voluntades.

Antón, cariño, recuerda cada mañana que no tienes que preocuparte por cumplir. Sigue tu propia melodía para que tu única nota posible quede liberada incluso cuando se haya apagado la luz.  

 

Te amo siempre,

Mamá.

 

 

Antón dobló aquella hoja templada por el sol del final de la tarde.

No quiso marcharse de aquel lugar, allí seguía estando con su madre. Pudo olerla mientras aquellos jardines llenos de esmeralda y viento del norte le abofeteaban tiernamente la cara.

Desde sus noventa centímetros, Marcos le rodeó la espalda con los brazos, apoyando su mejilla confiada sobre la suya. Mezclando sus pecas con las lágrimas de su tío -y sus recién estrenadas nostalgias de hijo y nieto- permanecieron allí, aquietados y protegidos por aquella dulzura.