Cuando la fe no mueve montañas

Había pasado un invierno lento y pesado que le había dado una vuelta de ciento ochenta grados. Se había quedado mirando el pasado. Y eso que Daniela era de tendencia futurista. El presente era una excusa en forma de pasarela que le transportaba hacia delante, y el ayer sólo quedaba reflejado en aquellos diarios que, cada fin de año, incineraba.

Pero esta vez fue diferente. El invierno había removido su cielo y su tierra. Su papá había desaparecido dejando una única palabra escrita en el espejo del baño: volveré.

Daniela rastreó los cajones, las noticias, sus armarios y el maletín. Consultó a abogados, terapeutas, magos, periodistas, tarotistas, brujos, detectives y oráculos. Pero no encontró lo que buscaba. No sabía dónde había ido ni cuándo volvería. Su humor alternaba entre la confianza y la desilusión; la comprensión y el caos; la esperanza y la desesperación.

Había días que los sentía como precipicios; otros eran horizontes calmos en los que un nuevo mundo se desplegaba. Cuando las rodillas le flaqueaban de tal manera que la única posibilidad era postrarse ante el misterio, una mirada más basta le era regalada. Parecía entonces que una fuerza le atravesaba las plantas de los pies y le calentaba el pecho con un impulso rebosante. Sentía que podía darse la vuelta y caminar de nuevo hacia delante. Pero apenas duraba unos días y regresaba a la incredulidad, al tembleque en las piernas, al frío en la médula, a la ceguera ante lo que sí permanecía.

Dominada por un silencio largo y demasiado callado que la devoraba, el goteo de una sola pregunta comenzaba a erosionar su corazón ¿dónde estás, papá?

¿Cuántas veces se había hecho esa pregunta?

¿Cuántas veces se había ido; y había vuelto?

Tantas como ella había pensado esta vez será distinto; volverá y se quedará.

Y esperando se quedó, una vez más.

De tanto mirar el pasado, Daniela casi se ausentó de la Vida. Pero cuando llegó la primavera, aquella espera comenzó a cambiar su viento por brisa; y la noche cerrada por cielos constelados de blanco. En esa inyección de luz, su hoy se fue alejando del ayer.

Los vecinos decían claro, era cuestión de tiempo. Pero eso no es cierto.

Daniela sabía que era el momento de abandonar la esperanza. Que si seguía buscando el futuro en el pasado corría el riesgo de volverse piedra. Apostó por no despistarse más fantaseando con historias de reencuentros. La realidad era que su padre había vuelto a marcharse. Ya lo había hecho otras veces dejando en ella una profunda desolación. El era así. Incapaz de quedarse mucho tiempo. Incapaz de que su hija lo viera derrumbarse.

Si su fe no incluía la realidad, no movería montañas; su trabajo no avanzaría ni empujado por el más potente de sus esfuerzos; su comida preferida seguiría siendo indigesta; y el amor que le daban, vacuo. Pues no hay amor que se sostenga en el recibir, sino en una danza compartida entre lo que se da y lo que se recibe.

Había llegado el gran momento.

Aquella mañana desayunando frente al mar sabía que, con tanta lágrima seca, le quedaba muy poco para convertirse en roca. Daniela quería un futuro que dejara de repetir el pasado. Y tejiendo el presente con los hilos del pasado solo creamos más pasado.

Tenía que decidir: aferrarse o reconstruir.

Dio un sorbo a su café turco y cerró los ojos. Le hizo la pregunta a su cabeza, a su corazón y a su vientre. Estaban todos de acuerdo. La cabeza por agotamiento, el corazón por una mezcla de dolor y deseo, y el vientre por instinto. Reconstruir supondría decidir cada día. Elegir leer otras páginas de su historia, liberar la rabia que acorazaba el amor de su padre, estrenar pluma y cuaderno, abrir las ventanas que había mantenido cerradas, meter las manos en el cemento fresco y moldear cimientos.

¿Cómo lo haré?, se preguntaba. Lo tenía claro. Lo haría cada vez más con la esponjosidad bombeante del corazón, y menos con la rigidez entumecida del miedo.

Sabía que desde la puerta de su ventrículo derecho siempre estaría esperando a su padre, y también que no podía rehacer su vida solo a través del pasado, porque también somos presente. Y futuro.

Ya era verano cuando comenzó a pisar el suelo de lo que iba pudiendo ser en lugar de pasearse demasiado sobre las baldosas de lo que no pudo ser. Empezó a integrar las partes que la configuraban; a sentirse más cómoda. Como cuando se ponía aquellas converse antiguas; le parecía ir descalza y tenía la sensación de que podía llegar a cualquier parte.

El destino -o el futuro- es la posibilidad de desplegar lo que hemos venido a dar, pensó Daniela mientras bordaba los cojines de organza, heredados de su abuela, con hilos coloridos de su Perú natal. Desde que había elegido reconstruir, le visitaban ideas como ésta. En cada puntada con la que acercaba su presente a las raíces de sus ancestros, besó aquella parte de sí misma que había deambulado en el caos.

En cada puntada, y en cada beso, sintió que hacía las paces.

Reconstruir es reconocer que dolió, restaurar los rasguños, hacer acopio de lo bueno y lo hermoso. Y el resto, descolgarlo de la espalda para dejarlo en su lugar, y poder mirar un futuro.

El futuro.

Seguro que distinto.

Tal vez mejor de lo que imaginamos.