EL DÍA QUE MARTINA AYUNÓ PALABRAS, TODA SU HAMBRE SE SACIÓ

Fotografía de Logan Adermatt

 

Martina tenía la posibilidad de elegir. Había vivido jugando a escenificar diferentes películas que la mantenían distraída. También sabía lo que era sacudirse algunas capas de polvo y sumergirse en un silencio vívido, transparente y muy, muy próximo al núcleo de la tierra, el mismo que gravita siendo el gluten de las galaxias.

Sabía que podía provocar en aquel hombre un ramo de sensaciones. Si ella hacía girar sus malabares con un par de misterios y un parpadeo incandescente, él jugaría a tocar su corazón con sus palabras. Eso le seducía infinitamente. Pero aunque se tratara de su corazón y no únicamente de su cuerpo, se detuvo antes de coger los malabares.

Martina ya no tenía miedo de que sus sueños se hicieran realidad; podía soportar toneladas de alegría, afrontar una caída libre y sentirse más amada de lo que ella misma se amaba, sin desmayarse.

Ahora que él estaba a la distancia suficiente como para poder empezar a jugar, y solucionar el desencuentro de la comida en una partida fácil, era consciente de que podía elegir entre rellenar un vacío o habitar un espacio.

Miró aquella silla, que se había vuelto dorada con el atardecer, y un impulso le invitó a habitar ese espacio silencioso:

Donde el amor es casi mudo.

Donde el aire revela su hálito perfumado entre las rocas.

Donde la mirada ve debajo de los párpados.

Donde suena el mejor acorde sin lengua.

Donde la luz se cuela entre las ramas.

Donde no tenía que sostener ni tampoco dejar pasar.

Donde la divinidad reside, lejos de dogmas y libros.

 

La paz infinita se posó sobre sus hombros. Y así, sin quererlo, la inhalación le convirtió en templo. Todas las voces se detuvieron allí, unánimes. Porque el silencio reúne y es amado por lo que nos une.

Abrió los ojos. El sol ya se había escondido. Ese aire fresco del final de un día de primavera envolvía sus mejillas con su sensación preferida: aquella que sabe a firmas de paz y estallidos de nada alegre.

Él venía caminando con luz de luna mansa. Y como aquello que es profundo ama el lenguaje de lo que no hace ruido, les bastó mirarse para reconciliarse.