UNAS PAGINAS DE MI DIARIO

 

Pensé -como si pudiera controlar algo con mi mente-  que el 2014 empezaría más tranquilo. Pero no. Está claro que los preceptos de “El Secreto” no funcionan. Que la Vida tiene su propia canción. Y que, en ocasiones, suena más potente que la mía.

Cambios, decisiones, sorpresas y finales.

Qué sencillo es que algo acabe, ¿verdad?.

Es cuestión de un instante.

Una va a comprar la harina, los tomates y otras verduras. Llega a casa, se pone música. Luego amasa con agua y y una pizca de cerveza y corta los vegetales en juliana. Pasa el rodillo hasta que la base está fina y hay espacio para los pimientos, la cebolla, el calabacín, los piñones y algunas anchoas. Entonces, con el horno caliente, el orégano fresco y un chorro de aceite, sólo queda esperar.

¿Y después?

Después resulta que te zampas dos horas de preparación en cinco minutos. Como el olivo centenario que es desenraizado en una noche de tormenta.

Pero no era de eso de lo que quería hablarte, sino de que las últimas semanas fantasear con mis sueños no me daba miedo. Tampoco era alegría. Quizá me empujaba un leve caudal pero nada que vuelva las piedras suaves o desentierre el oro del fondo.

Estaba seria… eso es.  Me olvidé de que esta Vida es un juego: una continua escenificación de nuestras batallitas donde cada uno, además de ser quien es, interpreta algunos papeles (magistralmente a veces). Perdí la perspectiva un rato. Me olvidé de mirar hacia arriba y de que no tengo nada que perder. Comencé a tomarme mis asuntos muy en serio, como una ministra a la que solo le faltaba un maletín donde organizar los asuntos a resolver por secciones.

Y eso es lo que hice. Traté de poner un poco de orden en medio del aparente caos. Un caos que era inmensamente real para mi en algunos ratos.

Y cuánto más lo hacía, más crecía el nudo en mi garganta.

Allí estaba, en plena mudanza. Embalando cajas y cerrando puertas con el sonido de fondo del tic tac del cronómetro que quiere conquistar la precisión con su cuenta atrás.

Me puse mis zapatillas y le di una patada a aquel reloj. O soltaba mi intención de mantenerme a flote en medio del oleaje o caería de rodillas cuando el latoso reloj marcara cero. Salí a dar un paseo. No tenía muchas horas para dejar la casa. Pero decidí dejarme cualquier artilugio que me dijera que hora era. Bueno, no lo decidí yo. Unos brazos invisibles me arrancaron de aquella casa para llevarme a una montaña desconocida. Caminé por caminos sin asfaltar mientras el desorden iba quedándose atrás. Mientras mis pulmones se vaciaban del susto y se llenaban de oxígeno. Cuando llegué a la cima, mi desconsuelo se despidió con un suave apretón de manos.

Al alzar la vista, un valle inmenso se desplegaba hasta acabar en el mar. Y en lo alto, donde me encontraba, un monasterio coronaba el escenario.

A su entrada había un escrito donde se explicaba que la montaña de Randa era un lugar mágico, un lugar sagrado de gran tradición eremítica. Entré como empujada por aquellos brazos… una escultura repleta de ángeles colgada sobre la piedra me recordó muchas cosas.

Salí fuera. Hacía frío pero yo tenía calor. Me quedé allí sentada, mirando como en lo alto comenzaban a verse las estrellas mientras atardecía. Mi respiración era lenta y no era mía. Algo más grande que yo me respiraba y en cada inhalación me susurraba… ¿Ves? No hay nada que temer. El único desorden posible es tratar de controlar algo que solo trabaja en una dirección: desde dentro hacia fuera.

El Sol se despedía en el horizonte naranja. Me acordé de que las estrellas nacen del caos.

 

Dejarme llevar fue un regalo.

Uno de esos que llega cuando menos lo esperas pero que…  recordaré toda mi Vida.

Cada vez que sienta miedo porque mi mundo se ha puesto patas arriba.