VASOS COMUNICANTES

 

Hay quien cuando habla -y cuando hace que calla- ocupa mucho espacio; tanto que no es capaz de ver al otro.

Es simultánea la actuación del que deja que eso suceda; bien por sabiduría o porque piensa que no merece ser escuchado, porque su mensaje es pequeño y no tiene importancia. Quizá en algún momento no se le prestó atención y aprendió que lo que necesita expresar no tiene relevancia, por lo que ha acabado creando un almacén en algún rincón de su cuerpo donde guarda todo aquello que no dice.

Y así conversamos, saltando muchas veces entre las posiciones del líder y del mendigo.

Es por eso que la comunicación no es algo sencillo cuando se cuece con los caldos del miedo, la anticipación, la inseguridad, la provocación estéril, el deseo de impresionar, de tener la razón o de ser amado a toda costa. Se complica especialmente cuando la grandeza que provoca la ilusión del poder o la lógica correcta como eje de entendimiento se convierten en el ingrediente protagonista.

El modo en que nos comunicamos habla de nuestra historia, de esa que está escrita bajo la piel.

Observar cómo nos relacionamos es uno de mis pasatiempos preferidos: a través de nuestros mensajes, de nuestros gestos, de la altura y el brillo de la mirada, de la destreza con la que escucho o atropello, del aire que insuflamos en nuestras palabras al exhalar o del clima de tormenta o sol que se trae a la cita, se transparentan nuestras entrañas y algunas intenciones. Nuestros paraísos internos y nuestros rincones en sombra quedan al trasluz. No porque el manejo de los silencios, los gestos o la mirada sean un origen en sí mismo. Cuando éstos sirven a la comunicación -como acto auténtico de amor- es siempre el resultado de otros movimientos internos; de una forma de estar en relación al otro.

Conversamos y nos ordenamos. Basta con contarle aquello que te inquieta a un amigo o un desconocido para entender mejor lo que te sucede, ¿te pasa?

El fin de semana pasado hablaba con un alumno y me preguntó que cuál era el secreto de mi comunicación. 

La verdad es que lo siento como algo sencillo. Cuando creé el curso Comunic·arte (cuya tercera edición online comienza este domingo) pasé unas semanas perdida en una casa de campo descifrando, estudiando y analizando las maneras, fórmulas y laboratorios de ensayo de las personas que, desde mi punto de vista, sabían lo que era una buena comunicación y así lo revelaban sus relaciones. Eché también un vistazo por mis adentros: ¿qué conversaciones me habían dejado una impresión especial? ¿qué pasó con aquellas que comenzaron con un grado de tensión tremendo y acabaron siendo una coreografía acompasada en la que pude relajarme y acabar disfrutando?

Y llegué a algunas de mis conclusiones, como que la cómoda sincronía en un diálogo no suele ser un regalo del azar:

Se produce cuando camino hacia el otro sabiendo que tanto él como yo tenemos un punto “tierno y delicado”, como dice Chogyam Trungpa.

Cuando sé que tenemos taras incurables y eso no es un melodrama. Estoy hablando de sabernos locos, de no pedirnos razones lógicas y estructuradas para todo; de atender lo inexplorado y dejar que lo salvaje no sea siempre interpretado.

Sucede también cuando dejo espacio en la comunicación a un tercer participante: una inteligencia mucho más grande que tú y yo juntos.

Y cuando soy responsable del grado de entendimiento. Deja de echarle la culpa. Ya no tenemos diez años. Lo que sí tenemos es la responsabilidad de expresar con claridad lo que ha dejado de decirse, especialmente cuando el otro necesita escucharlo. De tal modo que, cuando ya no queden preguntas, esa sea precisamente la respuesta. Esto se percibe con mucha claridad en la mirada. Los ojos son ese vehículo cristalino de la respuesta cuando ya no quedan más preguntas, o cuando se derraman a borbotones.

Y entre palabra y palabra, hay silencios necesarios, a veces sagrados, que hablan de aquello que no puede ser contado. Me gusta respetar eso.

Dicen que somos instrumentos.

Y me pregunto, te pregunto también querido lector: ¿el pianista pasa más tiempo tocando frente a su público o afinando el instrumento?

El buen diálogo es esa presencia auténtica y sentida de que somos dos seres humanos que se encuentran, y cuyas células se reconocen porque comparten el deseo de ser vistos y reconocidos sanamente. Y pactan un acuerdo tácito para que la seguridad de uno no sea a costa de la derrota del otro.Y entonces mirarse de igual a igual.

Y cuando nos comunicamos desde ahí, cuando sucede el milagro de que  dos personas se encuentran en ese lugar, la conversación se asemeja a la relación que los pianistas tienen con su instrumento; comienzan acariciando sus teclas, y ese movimiento se extiende hasta el alma de sus cuerdas invisibles.

¿Y qué pasa entonces?

 

Que te ofrece su mejor música.