Cuando nos olvidamos de que la vida dura, se vuelve dura.

Seis días. Hacía seis días que no salía a correr. Unas décimas, la garganta de tono esmeralda y algunos escalofríos pasajeros me acurrrucaron el cuerpo. Y también unas agujetas tremendas de la caminata del domingo, no porque fuera para profesionales, sino porque tengo vértigo y a mis piernas, los acantilados de Sa Foradada les parecieron las cumbres del Himalaya.

Esta mañana ha sido mucho más sencillo: he salido a correr sin riesgos ni alturas por el paseo que transcurre paralelo al mar. Acunada por el sol alboreando me he quedado estirando en un mirador recogido en el que nunca hay nadie. Será porque justo abajo hay montañas de algas y familias de gaviotas.

Te gusta el olor inconfundible que llena los pulmones de la profundidad del mar. – afirma una voz vieja detrás de mi.

Giro y veo a un hombre arrugado de rostro y lleno de juventud en su postura. Sus ojos, más oscuros que el azul del mar cuando amanece, y su acento inglés, hablaban de la ternura de quien ha vivido algunos sinsabores sin la prisa de salir huyendo.

Yo a tu edad también corría, pero luego dejé de tener prisa. – Parecía haber adivinado mi pensamiento.

Sin embargo, para mi fue sencillo pausarme. –Continuó– . Ahora hay una energía tan acelerada en el ambiente que lo dificulta, ¿verdad? Como una prisa doble inyectada en el abdomen: la que trata de huir de uno mismo y la que anda ansiosa buscando un yo hecho a medida.

8.30 de la mañana.

Con que facilidad uno cree que puede descartar lo antiguo, lo desgastado quizá. ¿Por qué intentar pulir una de mis caras si puedo renacer en un diamante nuevo? ¿Para qué conformarme conmigo si puedo mantener viva la esperanza de ser feliz siendo de otro? – El viejo de mirada marina sigue hablando mientras estiro mi trapecio.

Me gusta tu piel. Tiene pecas y surcos, menos que la mía claro. Pero con un poco más de sol y sabiendo que la felicidad no está al alcance de google y de una tarjeta de crédito, tendrás una como la de este anciano. Aunque eso no es interesante, lo prodigioso es que tus arrugas, felices, no necesiten de una piel prefabricada. Las mías no se creen esta idea tan de moda de que la vida es una sucesión de etapas en la que puedo anular constantemente el pasado y consumir fórmulas mágicas y asequibles que barreré del escenario cuando comiencen a ser una incomodidad más que un bello adorno.

No me cabe la menor duda de que todo es transitorio. Pero transitorio no quiere decir que acabe, sino que pasa y hay algo que dura. Cuando nos olvidamos de que la vida dura, se vuelve dura.

Me quedo mirando el mar que él mira.

¿Qué hacen las olas? – Me pregunta.

Los que me conocéis podéis imaginar que tenía algunas respuestas amontonadas en mi lengua. Sin embargo quería escuchar la suya:

Si cada ola tuviera un ligero compromiso con el mar, susceptible de ser roto cuando encuentre otras aguas más interesantes, no podría realizar esta danza constante. Si el mar hiciera un casting de olas cada día, tampoco. No se consumen mutuamente.

Pero algunas personas sí, lo consumen todo: el tiempo, el amor, los alimentos, la brisa, el amigo, la familia.

Y entonces nos volvemos insuficientes y necesitamos utilizar nuestra energía para obtener algo más.  

Es una trampa peligrosa porque no tiene fin.

A no ser que, como la ola y el mar, transitoriedad y durabilidad, bailen acompasadamente.

 

Gracias Howard.