Cuando una bicicleta sale de noche

Dos años atrás Isabela se hubiera enamorado perdidamente de aquel hombre de mirada despierta y cabellos maduros, de piel de agosto y fondo acompasado.

No es la primera vez que se veían, pero era la primera vez que ella le miraba.

Ahora que tenía a Andrés en frente y un café con hielo se había convertido en una velada tardía con sonido a decantador de vino y escenario de luna menguante, Isabela lo contemplaba: su apetito por la Vida, sus oídos adiestrados con maestría en el arte de la escucha, el paso firme y contundente que le había traído desde la arena hasta esa terraza y su ademán de caballero.

Estaba segura de que él también era habitado por carencias, por gestos desafinados y distancias. Tal y como los había en ella. Tal y como existían en aquel dorado matrimonio sentado en la mesa más cercana a la orilla que había pedido un sándwich, ahora fuera de carta, celebrando el día que se reconocieron envueltos en un silencio goloso que no pediría postres. Cada uno lleva sus rarezas a cuestas, pensó Isabela.

En otro tiempo Isabela hubiera empezado a urdir fantasías, a crear un personaje novelesco, a enfocar su proyección y tejer lazos que rellenan vacíos y amordazan ignorancias hasta conseguir un asiento de primera en el corazón de Andrés. Pero ahora que tras un verano de convivencia con su familia había podido comprobar como algunas heridas estaban curadas, se sentía libre para amar sin las ataduras que algunos entuertos del pasado le habían hecho sombra desde ese árbol poblado de las historias y secretos de su estirpe.

Algunos rostros de su identidad se había esfumado como el incienso que quemaba al atardecer y entrar en su propia alma y la de los hombres era un movimiento tan sencillo y probable como la redondez de la boca del vaso del que bebía.

Cuando se dieron cuenta estaban solos en aquella terraza. Se despidieron a esa hora en la que el domingo comienza a ser lunes, y ella se durmió con esa alegría que comienza el viernes cuando el jueves te dicen el sábado iré a verte.

Cada mañana la presencia de Andrés la visitaba por sus adentros durante el desayuno y en algún instante estuvo tentada a poner sus mecanismos en marcha, a provocar para comprobar su certeza, a seducir para saciar su apetito. Sin embargo, se quedaba saboreando una nueva y calmada alegría que ahora bendecía los melocotones, la avena y la miel y le reconfortaba la barriga donde él le hacía cosquillas desde lo lejos.

Los últimos meses algo se había transformado en Isabela. Probablemente aquel cambio llevaba años urdiéndose, pero se había hecho especialmente carnal y visible el último año: un estado libre que daba paso a la intuición y a una genuina presencia de su ser que nacía sin la necesidad de pensar en demasía.

Ese bebé no había llegado con aspiraciones de artista de fama aterciopelada, ni con demasiados deseos. Tampoco con ánimo de espera… esperar le daba tal pereza. Sólo pensar en desconectarse de esa complicidad presente con la Vida le provocaba alergia. Además, a ese recién nacido le había costado mucho restaurar su salud. Nacer de nuevo había supuesto un arduo peregrinaje durante el cual su cuerpo le pidió clemencia y sus pasos avanzaban y retrocedían, colgándose a veces de treguas ajenas; tratando de cubrir su dolor con algo que le devolviera a su conciencia. Pero aquello ya era pasado y, precisamente desde su estado presente, sabía lo que era posible y lo que no desde una claridad que ni las aguas de Formentera.

Los siguientes días no buscó a Andrés empedernidamente. Había aprendido que la mejor manera de acercarse a su destino no era fijar su mirada en él sino llevar la mirada hacia dentro. Hacia ese lugar milagroso de vacío desde donde surge la acción perfecta.

Los días de agosto llegaban a su fin. No vería más lunas llenas en su pueblo de verano pero aquel astro comenzaba a crecer reflejando la fuerza solar con su mejor plateado. Era domingo por la noche, Isabela cenó en la terraza con sus padres. Los miraba, sentados en la mesa, y por dentro se le desprendieron tres lágrimas. No eran de tristeza, tampoco de gratitud. Sentía una profunda paz y un hondo respeto por aquellos seres que, por encima de todo, le habían hecho el regalo más preciado: estar viva.

Salió a despedirse de su pueblo, descandó su bicicleta -compañera hermosa, confidente confiable- y cuando se detuvo a escoger una banda sonora para su paseo sonó un mensaje: ¿una vuelta en bici?

Era Andrés. Quedaron en aquella antigua vía del tren que transcurría paralela al mediterráneo, donde de niña iba a tirar monedas que salían despedidas como platillos cuando el tren llegaba tras horas de espera en la retaguardia, y que ahora unía un par de pueblos a través de un camino plagado de pino, roca y sonatas de mar.

Qué sencillo era hablar para ellos. ¿Quién no hubiera querido ser testigo de ese juego de respeto y complicidades, de frescura y cercanía, de humor y ternura, de brillo y hondura, de facilidad y pertenencia?

Pedalearon dejando a la razón rezagada y al sentimiento desnudarles. Pedalearon porque ambos sabían que la plenitud es no cubrirse de nada. Pedalearon convirtiendo la tierra, elevada por la ruedas, en pura grandeza. Pedalearon hasta que las paredes de roca parieron un mirador con horizonte de plata.

¿Paramos un rato aquí? – Le preguntó él.

Ella pensó qué claro, que besarse mientras pedaleaban hubiera sido algo incómodo. Y enredada en una carcajada interna, se olvidó de contestar mientras bajaba de su bicicleta.

Se sentaron sobre un olivo convertido en banco. La oscuridad del camino hacía contraluz con el reflejo alunado de la bahía. Ese destello les permitió mirarse con ojos inmensos y alma aquietada.

Andrés nunca se había encontrado en la mirada de una mujer de aquella manera.

Isabela nunca se había sentido acompañada, estimulada y comprendida con un amor tan íntegro -el de verdad, el que está- como áquel.

El, que ya no podía dejar viviendo en la sombra aquel sentimiento que brotaba, se arrodilló y tomando el rostro de Isabela entre sus manos,  le preguntó:

– ¿Me acompañarías a dar muchos más paseos en bicicleta?

Ella posó sus manos sobre las de Andrés para comprobar que aquella humedad que le brotaba de sus ojos era real.

Era un río que decía SI.