No te atrevas a no hacerlo

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Fotografía de Kelley Bozarth

 

A Marina no se le aceleró el corazón cuando lo vio. Tampoco le sudaron las manos ni su vientre fue acariciado por alas de mariposa. Antes de acercarse y darle la bienvenida a su trozo de tierra, se detuvo a observarlo. El no acudió a su última cita; y ella, cinco años más tarde, no tenía muy claro el motivo, y mucho menos el propósito, de su visita.

Ajeno a la mirada de Marina, David observaba a aquel niño cogido de la mano de su madre sobre el andén.

Su ingenuidad le apretó algún rincón de alma. David no había vuelto a creer como antes y cuando observaba aquellas dos manos entrelazadas deseó volver a tener fe en lo infinito. Y lo infinito es simplemente saber que es posible. En el lugar de la confianza había colocado algunos argumentos bien hilvanados con su personalidad –o con lo que él creía que era su personalidad-, sometiéndose a una Vida que calzaba un número menor que sus pies. A punto de asomar las primeras canas, David tenía un cansancio enterrado en los párpados. Tantas historias le habían enrocado la zona oeste de su corazón.

Un invierno atrás pensó que iba a morir por partes. Hubiera preferido que todo le diera igual pero lo cierto es que la voz de sus anhelos era tan omnipresente que el contraste con la realidad le desgarraba sin darle tregua a la indiferencia.

Fue una noche. Descalzo al borde del acantilado, las pupilas se le volvieron del azul oscuro de la noche, el viento se coló entre sus rizos y, junto al vapor de las olas salvajes, lavó las pieles viejas que cubrían su alma. Tras largas estaciones tratando de descifrar la realidad buscándola lejos a través de verdades universales ocultas, el comenzó a mirar aquellos asuntos de su pasado lejano con ojos de hoy; con la respiración de la roca que le sostenía. Ahora que podía comprender el pasado sin saltar ciegamente hacia él, la carcoma que besaba su desamor indefenso no necesitó más gafas con las que suavizar un temor a la cercanía -esa que buscaba al mismo tiempo que rechazaba- y que ahora iba descansando a medida que las olas le lamían.

Todo eso recordó mientras esperaba la llegada de Marina con la mirada fija en las manos entrelazadas de aquella madre y su hijo.

Y en esa paz de quién se sabe pertenecer presintió la presencia de Marina.

Se estaban encontrando después de eones caminando.

Y eso siguieron haciendo, esta vez juntos y cogidos del brazo. Conversaron sobre sus campamentos geográficos, sobre hombres y mujeres, sobre ilusiones e incomprensiones, sobre sus dedicaciones y sus pasiones, sobre los placeres del estómago y las casas de piedra de marés.

Absortos en su danza, hubieran jurado que no se cruzaron con nadie. Pero lo cierto es que sí que lo hicieron, aquella pareja de viejitos -que habían parado a tomar un bourbon- los miraban con el gusto que da ser testigo de un encuentro entre compañeros inseparables que se citan tras cuarenta años sin verse.

De camino a casa de Marina pasaron por la Iglesia de San Nicolás. Entre los olivos centenarios convertidos en puertas, se colaba el IXIT DOMINUS DEUS I de Andreas Beskow. Entraron acompasados, y con los ojos cerrados se quedaron allí, frente a santos, velas y vírgenes mientras la luz del atardecer proyectaba sobre sus rostros los colores del rosetón que coronaba el altar. David soltó el brazo de Marina y caminó hasta una pequeña capilla.

A ella ese movimiento le llevó a un universo helado que le habitaba desde niña. La sonrisa se le despegó del rostro.

Ella supo de dónde venía aquella soledad que doblegaba su alegría a la altura de su ombligo. Buscaba el abrazo de su madre. Lo buscó sin saberlo durante años en lugares insólitos; cuántas veces abrió sus brazos de niña subiéndolos hacia el cielo como si alguien allí sí pudiera acogerlos en su regazo. Pero lo hacía cuando nadie la veía, pues de pequeña evitaba provocar incomodidades ajenas para no avivar el ardor de algunas llamas descontentas con las que acababa quemándose.

Ahora que conocía la procedencia de aquella sensación ya no necesitaba salir a buscarlo donde no lo iba a encontrar. De hecho, ya no lo buscaba. Lo que una madre no da sólo se puede recibir, no hay modo de compensarlo con otros afectos. Desde hace unos años, su estrategia era más cotidiana. Cuando asomaba el desamparo  iba sintiendo como la fragilidad –en forma de ola verde aguamarina- iba bañando lentamente su piel. Si tenía suerte, esa ola se fundía en la inmensidad del mar; si el día no llevaba el cupón ganador, aquella ola luchaba por llegar a una orilla donde atracaba, finalmente, agotada.

En silencio salieron y en silencio llegaron a casa de Marina.

Ella se coló en la cocina distraída; David levantó la tapa del piano y comenzó a posar sus dedos sobre aquellas teclas anacaradas. Tocaba con una delicadeza tan instintiva que hasta el anciano cascarrabias del cuarto lloró.

Alzó su mirada para verla cocinar y, aún viéndola de espaldas, reconoció de inmediato su tristeza.

David se levantó y se acercó. Cubriendo la espalda de Marina con su torso, la abrazó y la meció al ritmo de las notas del vecino que, animado por el sonido del piano, había desempolvado su tocadiscos, que ahora hacía sonar a Satie. A pesar de no haberlo pedido, David le brindó la opción de ser débil sin demostrar nada. Y Marina comenzó a llorar. Lloraba sostenida por una espalda que no era la suya. El no intentaba consolarla, por eso Marina comenzó a sentir como las lágrimas, en lugar de deslizarse por sus mejillas, comenzaron a alzar el vuelo despegándose  de sus ojos como si tuvieran alas. Pero éstas, más que a las de una mariposa, se parecieron a las de un ángel.

Se sintió ingrávida y aflorada, naciente y  tan ligera como solo podía serlo en el agua. La mantequilla se derritió en el fuego, el pan llenó el salón de su aroma a recién horneado y las tórtolas, que les habían seguido desde el campanario de la Iglesia, reposaron sobre los alféizares para verlos bailar. Los duraznos se estremecieron, las frutas se convirtieron en jugos y las tartas se alzaron en el horno. En el tocadiscos del vecino comenzaba a sonar una cumbia.

Ella se giró, asomándose al alma de David como quien abre una ventana por primera vez. Y el apoyó su dedo índice sobre los labios de Marina. Estaba siendo atravesado por ese influjo que se mueve incesante, como la sangre de los antepasados. Sólo que esta vez ese movimiento fluía, por fin, hacia delante.

El aroma de la cocina despertó a Morla, la tortuga de Marina, que salió de su hibernación otoñal. Le conmovió verlos en la cocina: él había cruzado una puerta y ella había arriesgado una parte de su cuerpo.

A esa hora en que los niños duermen con sus madres cogidos de la mano y el reloj marca tiempos de adultos, se miraron. David la atrajo más hacia sí y ella le rodeó las caderas con sus piernas. Y como si espiaran el corazón del mundo por una rendija, sintieron sus latidos universales.

 

El canto de aquello moría. El canto de aquello que nacía.

El canto de la Vida.