Te va a doler

Te va a doler –dijo el anestesista- Es probable que mucho.

Matilda no podía articular palabra con aquella mascarilla cubriendo su boca y su nariz. Pestañeó dos veces y clavó su mirada en la enfermera rogándole: hazlo lo mejor que puedas. El dolor le desarmaba.

Cuenta de diez a uno –le indicó. Inyectó aquella anestesia en su abdomen y Matilda se durmió cuando llegó a ocho.

Pedro y Matilda habían estado a punto de asfixiarse. A las doce de la noche el humo había comenzado a colarse por la rendija inferior de la puerta de entrada, por los respiraderos del baño y las grietas de las paredes, pero ellos ya estaban durmiendo. Fueron los vecinos quienes alertaron del fuego. Los bomberos no tardaron en llegar;  las ambulancias les siguieron. Mientras ellos habitaban los reinos del inconsciente, la casa de arriba iba eliminando sus recuerdos entre llamas y cigarrillos que quisieron apagarse allí donde más prenden.

Dos oficiales de bomberos entraron por la ventana del dormitorio. La humareda nublaba cualquier visión y en su rápido movimiento se toparon con dos cuerpos desnudos sobre la cama. El aire despejado de la noche entró en la habitación y deshabitó tanto humo. Se detuvieron ante aquella escena: sus cuatro manos pernoctaban entrelazadas sobre el pecho de ella y la cama estaba cubierta de pétalos de lirios y jazmín. Aquellos amantes oscilaban entre el sueño y la muerte.

Cuando Pedro abrió lo ojos habían pasado doce horas. Respiraba con dificultad y en cuanto la enfermera entró, le preguntó: ¿y Matilda? ¿está bien? ¿qué ha pasado?

Aquella mujer sabía mucho del amor. Su marido, tras cuarenta años entretejidos, ocupaba una camilla en la planta donde los enfermos dejan de serlo para ser viajeros que  transitan de un mundo a otro.

– Matilda está en la habitación de al lado. Su noche ha sido algo más complicada pero esperamos que se despierte en las próximas horas. Anoche hubo un incendio en vuestro edificio.

– ¿Qué quiere decir algo más complicada? –preguntó Pedro.

– Bueno, Matilda tuvo una parada respiratoria. Cuando llego aquí sus pulmones estaban llenos de agua salada. Han tenido que intervenirla y está descansando –añadió la enfermera mientras retiraba las vías de su mano derecha.

Las palabras de la enfermera se mezclaban con los pensamientos de Pedro… Yo, yo se porqué… Ella se fue tan triste a dormir. Yo no sabía que hacer y me mantuve en un limbo de espera. Sin embargo, sí, claro que sabía qué hacer… Estoy tan acostumbrado a ser indultado que me quedo paralizado a medio camino entre una culpa opaca y una vergüenza extinta.

Amaneció el día siguiente en la habitación contigua. Matilda –ya despierta- preguntaba por Pedro, pero entre el vaivén de médicos y enfermeras entrando y saliendo no se coló ninguna respuesta. Se había esfumado.

Cuando a Pedro le dieron el alta fue a la habitación de al lado. Allí había un cuerpo dormido, se acercó y descubrió otro rostro muy distinto. Matilda había perdido peso. No la reconoció y ante su ceguera pasajera, buscó la puerta que le llevara de vuelta a su territorio acostumbrado. Pedro se marchó sin ella. No miró atrás cuando cruzó la puerta del hospital, cubrió su añoranza con su oficio de carpintero y con nuevos flirteos que tapiaran los huecos por los que solía caerse. Una noche a la semana soñaba que besaba los párpados de Matilda.

A Pedro le era fácil sobrevivir entre entelequias emocionales que creaba con otras personas. Crearlas era una de sus aficiones predilectas; uno de esos corchos que tallaba con tremenda maestría. A veces construimos mundos paralelos y vivimos en ellos porque es la única manera de alimentarnos para poder seguir caminando sobre el asfalto.

Anochecía mientras se balanceaba tumbado en un futón que colgaba del centro de aquel salón cuyas paredes continuaban blancas y desvestidas. Todas las fotografías enmarcadas continuaban en cajas; lo único que se veía desde aquel salón era el mar. Mientras los médicos observaban los resultados de las últimas pruebas en aquel hospital del que había salido sin dejar rastro, Pedro compensaba su pequeñez desazonada esculpiendo abecedarios de madera que le devolvieran su grandeza. Pero en la Vida solo hay una única forma de sentirse grande, y esa es sentirnos iguales a cualquier ser humano.

Cuando a Matilda le preguntaron ¿a quién llamamos?, respondió a mi madre.

Ni los médicos ni ella sabían lo que pasaba y tampoco pudieron decírselo a Doña Rosa. Aquella mujer estaba volando desde Zurich para encontrarse con su hija después de 35 años. Lo que había sido una simple parada había derivado en un maremoto de pruebas, analíticas, resonancias y ecografías. Había algo en el cuerpo de su hija que no respondía adecuadamente.

Cuando entró en la habitación, su hija tenía el pelo recogido en una trenza. Pero no era una trenza cualquiera. Cuando Emy, aquella profesora del parvulario, tomaba los mechones dorados y rizados de Matilda entre sus manos, aquella niña se sentía flotar en el cielo. Su madre nunca la tocaba así. No la peinaba con los dedos ni la miraba como si dijera yo lo arreglaré todo. Matilda tardó mucho años en entender que su madre simplemente no podía hacerlo. La relación entre madre e hija era un recuento de los empeños de Rosa para que Matilda recorriese el camino que había diseñado para ella. Era algo tan transitado que se había vuelto inconsciente. Rosa ya ni lo advertía.

Emy tejía una trenza que salía de la derecha y otra de la izquierda de la cabecita de Matilda y las unía en una única trenza que caía entre sus omóplatos. Nunca fue tan larga como Matilda hubiese querido. Ahora, a sus 63 años, Rosa se arrepentía de no haberle dejado llevar el cabello suelto y largo. La Vida está llena de dificultades y yo le hice tropezar con mis manías – pensó mientras observaba a su hija adormecida y entubada.

Ese era uno de los recuerdos más bellos de su infancia. Y Rosa lo sabía. Cuando su hija se entretejía el cabello sabía que estaba contenta. Eso la relajó.

Había aterrizado de madrugada y había cogido un taxi directo al hospital. Mientras esperaba que su hija despertase le preguntó a la enfermera quien le había trenzado el cabello.

– Fui yo, me lo pidió anoche cuando le traje la medicación para dormir. Me preguntó si tenía cinco minutos. Su hija dijo que había una manera en la que podría descansar esa noche. Pregunté cuál era. Si yo me llevaba las pastillas, ella escribiría la historia de mi amor con Lorenzo a cambio de que le hiciera una trenza. Se la hice mientras ella me preguntaba dónde nos besamos por primera vez, si mi esposo me hacía el amor suficientes veces para saberme amada, si yo le leía su novela favorita cuando estaba enfermo, si él se recostaba para verme dormir… Me pidió que describiera las imágenes de nosotros que tenía grabadas en la sangre, que le hablara sobre nuestras músicas favoritas -la enfermera se calló buscando en su memoria- y me hizo una última pregunta antes de quedarse dormida: ¿la realidad a su lado era más auténtica aunque fuera menos tangible o al revés? Yo, no supe que responderle. Subí a darle un beso a mi esposo y cuando volví a casa esa pregunta seguía girando en mi cabeza. Me di cuenta de que, por muy diferente que fuera Lorenzo a mi, sentíamos una auténtica vida secreta, satisfecha. Me detuve en plena calle. Esa satisfacción es la única señal de la sinceridad del placer y yo, señora Rosa, me di cuenta ayer de mi fortuna.

El doctor entró y las interrumpió. El diagnóstico ya era claro y, tomando a la señora Rosa del brazo, la llevó hasta una sala que parecía estar adornada para amortiguar la fatalidad con flores de plástico y una pulcritud que controle los ciclones y alquitrane cualquier emoción sucia, perdida o desorbitada.

Cuando abrió los ojos, su madre la estaba mirando con su tristeza infinita. Matilda nunca supo porqué su madre atesoraba en algún rincón de su Alma toda aquella nostalgia apesadumbrada. No podía soportar aquel universo denso, exánime y pesaroso. Por eso se había marchado a vivir lejos de ella. Sin embargo, por primera vez Matilda no vio la tristeza de su madre como algo ajeno. Esa tristeza era la suya. Matilda vio en los ojos de su madre todo el desamparo que la habitaba a ella en aquella habitación, en aquel limbo de no saber que le pasaba, en la ausencia de su padre, en aquel laberinto en el que se había perdido Pedro. No pudo sostener la mirada de su madre.

– Lo siento -dijo Rosa.

– ¿El qué mamá? –respondió.

Rosa se dio cuenta de que Matilda no sabía nada. En aquel preciso instante se hizo consciente de que la estaban esperando a ella para darle el diagnóstico a su hija. Salió corriendo de la habitación.

De pronto la debilidad de su madre se convirtió en fortaleza. Salió con el paso más firme y seguro que Matilda había observado en ella. Aquello le sorprendió, le sacó de sus pensamientos, pero en seguida supo que algo no marchaba bien.

Rosa volvió a la habitación con el doctor y se sentó de nuevo en la silla. Esta vez la aproximó a la cama. Entre la camilla y su silla no había más contacto que el de la madera con el acero. El médico se situó detrás, de pie. Rosa tomó la mano izquierda de su hija entre las suyas y ésta pudo sentir como temblaban.

– Matilda, cariño, tienes un trastorno en el timo. Lo encontraron en la ecografía de tu tórax.

– Mamá, me… me da igual donde lo encontraron –respondió con el corazón al borde de la detonación.

– Es una miastenia –dijo el Doctor.

Matilda se quedó mirándolos a los dos pero ya no les escuchaba. Si no se hubiera sentido tan débil hubiera gritado, hubiera echado a correr por los pasillos como una pantera. Cuando el doctor salió de la habitación, utilizó toda su energía disponible para levantarse por primera vez en tres días de aquella camilla e ir al baño. Necesitaba de su propio reencuentro. Notó su cuerpo desconocido y liviano; cansado y descansado, dolorido pero alado. Perder tantas pérdidas le había adelgazado algo más que la carnes.

Ella viviría todavía algunos años más, tendría tiempo para caminar por la orilla con María, para ir en bicicleta por la noche con el mejor amigo de su infancia, para volver a ver a sus alumnos del conservatorio, escribir aquella historia de amor y enamorarse, coger un par de trenes, beber un reserva de la tierra bajo los pinos en noches de luna llena y quién sabe… tal vez revestía el pronóstico con muchos calendarios más.

Sin embargo en aquel momento, tras aquellos días de silencio, tristeza y soledad en la habitación, Matilda supo que algo había cambiado para siempre. Aquel dolor irrevocable, el hundimiento del amor y la ausencia en la que se ahogaba el nombre su padre, habían construido un muro alrededor de un rincón oscuro de su Alma. Aquel muro comenzaba a llenarse de imágenes. Como una pintura plasmando un grafiti, el frío del spray repasaba las siluetas de los lugares desolados de la biografía de su cuerpo sin que ella pudiera hacer nada por detenerlo. Por primera vez se sintió incapaz de trascender nada.

El hospital comenzaba a recobrar aquella quietud inquieta que lo inundaba todo durante las horas nocturnas. Su madre había salido a atender unas visitas. Matilda no quería ver a nadie. La enfermera entró; Matilda se hizo la dormida. Preparó los goteros para la noche, apagó la luz y salió de la habitación.

Aquella noche Matilda no supo qué decirse ni cómo hablarse. Miró por la ventana desde su cuerpo horizontal: las estrellas eran reflejos neutros de una vida que había perdido la memoria de un mundo conocido y amable.

– La vida no es lo que yo pensaba. La vida no es lo que he luchado para que fuera – una voz salió de su tórax.

El dolor le quebró el pecho y, entre todo aquel caos imprevisto, se sintió como un telar viejo, cansado y descompuesto. Lloró y siguió perdiendo gramos. Ya nadie hablaba, ni ella, ni Dios, ni los ecos de los enfermeros entre los pasillos. Quizá el final se trate de la disolución de todos los lenguajes, del afinar de los espacios invertebrados entre el silencio y la palabra, de quedarse tan callado que la Existencia ya no le vea a uno.

Cuando su madre llegó, Matilda seguía mirando el cielo oscuro con los ojos entreabiertos y la mirada extraviada. Se sentó a su lado en la cama, apoyó su mano derecha sobre el hombro desnudo de Matilda, la tapó y la miró con aquella mirada de la que Matilda había huido durante tantos años. Esta vez no la apartó. Una lágrima delicada recorrió su rostro hasta la comisura izquierda de sus labios. Su vientre aullaba. Todos los pacientes ingresados escucharon un alarido en sus sueños. Ríos de lágrimas inundaron su cuerpo, rodaron hasta sus rincones más secos, se derramaron por su rostro, empaparon las sábanas y los ojos de su madre.

Lloró, lloró.

Lloró hasta que quedó narcotizada flotando en tantas aguas.

Al día siguiente iba a cumplir 36 años y por primera vez se estaba encontrando con su madre. Matilda siempre buscó unirse a ella a través de un vínculo luminoso, de esa complicidad que envidiaba cuando caminaba por la Rambla y veía a madres e hijas cogidas de la mano, decidiendo si el jersey era más hermoso en verde o en marrón, hablando del brillo del cabello de aquel chico del instituto mientras tomaban un chocolate caliente en un territorio a salvo. En el único territorio a salvo que existe en el mundo: el de una madre que ve a su hija; el de una hija que puede amar a su madre.

Matilda estaba comprendiendo en esa noche de miradas húmedas, de sollozos y milagros que este era su territorio común. El vínculo que las unía se parecía más a una lluvia fina e incesante que cala la espina dorsal que a un día soleado; a un soplo del corazón que a un estallido de luz; a la niebla que a la claridad de una gota de rocío; a un rasguño que a un lazo de terciopelo. Sin embargo, sintió una fuerza recorriéndole el útero que atravesó sus piernas hasta fijarla a la tierra. Si no pertenecía a este territorio del que tanto había escapado, no tendría un territorio jamás. Seguiría mudándose de casa cada año; de pareja cada semestre; de identidad cada amanecer.

Ahora que la muerte ya no era un concepto plasmado en un libro tibetano y las defensas que el timo se encarga de confeccionar habían cerrado su fábrica, Matilda pudo amar a su madre, al vínculo que las unía y al territorio al que pertenecía, aunque no fuera el soñado.

 

Estaba amaneciendo. El quirófano estaba preparado.

– Dice la enfermera que te va a doler –dijo Rosa-. Es probable que mucho. Pero, ¿sabes qué?

– Lo sé, mamá -respondió Matilda viéndola a través de sus pupilas hasta que se cerraron las puertas.