Lo que cura una cocina

 

Raquel llevaba todo el fin de semana sola en aquella casa.

48 horas de silencio.

Aquella orfandad provocaba ecos sonoros en el porche pero le deslumbraba en la cocina. La cocina había sido su cómplice en cada una de las casas que había habitado. Había habido muchas… la cocina de la casa de sus padres, la de sus sueños, la cocina de aquel chico de ojos decididos, la de la playa, aquella que tenía chimenea, la de su corazón. Habrá más, pensó.

Para Raquel la cocina era un partuorio y un cementerio. Cuantas comidas nacían y morían allí, dejando estómagos contentos y regocijados en una buena siesta de domingo. La Vida entera respiraba en la cocina; ser feliz le requería menos esfuerzo en aquel espacio.

Era domingo por la tarde y en aquel lugar repleto de olores, cacharros, temperaturas, especias, ecos de conversaciones con la harina y con Dios, no tenía miedo de cortarse, ni de estar sin cobertura; no le importó cuando horneó aquella coca de pimientos, cebolla, piñones y romero, y se quemó.

La cocina soplaba aquellas plumas de su alma que habían sido educadas para no salirse del ámbito de lo adecuado. Cocinaba sin demasiadas capas de ropa, cantaba, callaba, lloraba, se tumbaba frente al horno a ver como coincidía el alzamiento de aquel pastel con la explosión de su aroma. A veces, alguien se asomaba y la cocina se convertía en un vaivén de secretos desvelados y vinos descorchados.

Pero ese fin de semana lo pasó con su única compañía, hasta que el domingo de forma tardía la madre de su amigo Uriel llamó a la puerta. Necesitaba dos huevos. Entró con tanta naturalidad que Raquel se olvidó de su soledad.

Sin rasgar aquel silencio que la tenía sostenida, los puso en sus manos. La señora Alzamora la miró, y le dijo: No puedes elegir lo que es mejor. No es fácil saberlo; son todo hipótesis. Cada uno está hecho para entregarse a su vida. Pero hay algo que sí puedes decidir. A veces la soledad es bálsamo; otras es bueno no sentir demasiado que, en realidad, estamos solos.

Raquel se sonrió, se preguntó como hacía la señora Alzamora para espiar sus profundidades y adivinarlas con tanta claridad.

Ni siquiera el amor puede salvarte del todo – dijo al cerrar la puerta.

Fue cuestión de milésimas de segundo. Aquella voz brilló y deslumbró a Raquel. Como cambian las cosas cuando alguien nos mira y nos reconoce – pensó.

El mundo se había vuelto más ligero.

Abrió aquel ventanal y se sentó enfrente.

Cogió las zanahorias que habían florecido en el jardín. Todavía estaban frescas y olían a tierra. Las peló mientras la luz del atardecer la enmarcaba en oro. Todavía le quedaba mucho por cocinar, por conquistar y por crecer. Pensó en las veces que había dicho adiós, en todas las manos que se lo habían dicho a ella, en todas las bienvenidas y en todas las personas que amaba, en las personas que en su consulta le confiaban relatos de sus pasos, aquellos que daban cada día en silencio y con una esperanza que, cuando se desvanecía, se convertía en un ímpetu admirable.

Sintió una pureza que la respiraba y deseó que todos fuéramos más felices mientras las zanahorias crujían, y le recordaban que la felicidad la esperaba a condición de que no saliera corriendo a buscarla.