Lo que los almendros saben

De camino a Deià veía los almendros a ambos lados de la carretera. De sus ramas secas y curtidas por el invierno comienzan a brotar sus primeras flores con olor a miel y tacto de recién nacido.

Dice el pagés que cuanto más frío hace; más florecen.

Quizá nosotros no somos tan diferentes. Dicen algunos que el sufrimiento es una opción; que estamos programados para poder crecer desde la experiencia, el conocimiento y la alegría sin demasiado dolor. Pero lo cierto es que sufrimos.

Como el almendro se desviste y se deshace de lo que le sobra para poder ser flor y fruto cada año, nosotros podemos aprovechar las circunstancias difíciles para descubrir lo qué somos sin las hojas, sin nuestros conceptos sobre las cosas, sin nuestras percepciones, apegos y anhelos. Hay asuntos que, a través de un susurro o un altavoz, nos piden que miremos en nuevas direcciones. Allí donde solíamos posar nuestra mirada ya no habitan las respuestas que nuestra Alma precisa.

Cuando hacemos ese viaje rumbo a un territorio que no solemos habitar, el vértigo a que nuestras identidades más familiares y conocidas caigan puede frenar el florecimiento. Sin embargo –y paradójicamente- hay algo liberador y doloroso al mismo tiempo, de donde surge una belleza enorme.

Miraba aquellas flores, una o dos en cada rama ruda, fría y desnuda. No era la plenitud del almendro de marzo pero yo me sentía muy cercana a ellas. El invierno tiene algo de bravura. La Naturaleza entera aprovecha su silencio y su soledad para echar raíces en la tierra de la existencia, que es indefinible para nuestras cabecitas pensantes pero que es semilla rompiendo el vacío de un corazón que está llamado al esplendor, el entusiasmo y la calidez.

Si tú también sientes ese susurro invitándote a una Vida más auténtica, satisfactoria y real, Rosa y yo hemos preparado un lindo viaje al corazón en febrero:  www.martamontalva.com/retiro.

Un abrazo.

 

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