Tu & yo

Subido a los escalones del faro Tomás observa la playa en ese momento en el que el Sol comienza su ceremonia de despedida. El mundo parece ahora un lugar ciertamente acogedor.

Los niños, la sal, los colores de las sombrillas, la respiración del mar, el olor de las caracolas y las obligaciones guardadas en el maletero. Y él ahí. Observando. Observándose en este momento, pleno y vacío al mismo tiempo. Las gaviotas apoyan sus pies en la orilla y Tomás comienza a bajar de vuelta a su casa victoriana, herencia de sus ancestros.

Y ahora que es tiempo de luna, apaga la luz del salón. Sus pasos resuenan en ese suelo hecho de siglos. La noche es tan avanzada que nadie derrite cucuruchos en el paseo. Y Tomás se pregunta ¿por qué será que cuando tenemos la felicidad anhelada en el pecho no la saboreamos más a fondo?

Camino del dormitorio acaricia los muebles llenos de memorias y siente la gratitud en las yemas de sus dedos.

La luna se cuela en forma de plata que brilla entre las cortinas de lino. Recuerda que alguien las trajo de India. Le da al play y suena Spiegel de Arvo Part a ese volumen que se mezclan el vaivén del mar con las inhalaciones y las exhalaciones de Paula.

Allí está ella, mecida, profundamente dormida. Le gusta dormir tapada para sentir el roce de las sábanas sobre su piel desvestida.

Todas las generaciones duermen, en tantas dimensiones. Se suceden encuentros oníricos donde se hacen las paces. Los cuerpos descansan en medio mundo y los seres se recomponen mientras Dios lame sus heridas.

Tomás respira y se sienta al borde de la cama, observándola. Con la gracia pegada en sus manos acaricia los párpados de Paula, su nariz, sus pómulos y todo aquello que es perfil. Sus labios rozan su nuca despejada y, tumbada de medio lado, se estremece sin abrir los ojos. Mientras las sábanas resbalan, los labios de Tomás siguen vibrando en su espalda.

Sabe que ella ha despertado por sus murmullos procedentes de tanta placidez interna.

Como en un compás tan perezoso como sagrado, los labios de Paula se unen ebrios a los infinitos síes de Tomás, a sus palmas y sus dedos.

Besos y labios, manos y caricias saboreándose, reconociendo el cuerpo que se rinde a un vals acompasado… Hasta que él toma el rostro de Paula entre sus manos oscuras y comienzan a mirarse con los ojos, además de con el alma.

¿Qué sabor tiene la lluvia?- le pregunta Tomás.

Paula saca su lengua y chupa sus lágrimas.

 

Y ahora que amanece, duermen entrelazados en un abrazo silencioso e infinito con la inequívoca sonrisa del amor entre los labios.