EL SECRETO DE JULIA

 

Inevitablemente, mientras preparaba las maletas y empaquetaba mis pinceles de cocina, mis rituales de belleza y las botas y libros que tanto me hacen volar, una sensación de intriga me calaba: ¿qué me depara esta próxima aventura en la isla?

Seguro que esa inteligencia tan inmensa como misteriosa está tramando algunos planes…

Fui la otra tarde a casa de mis padres a recoger algunas cosas y al bajar me encontré con Julia. Julia era la mujer que hacía relucir la madera de los asideros de las escaleras y sus suelos, que mantenía impolutos, hace más de quince años en aquel edificio. Ella era mi cápsula de vitaminas cuando iba al cole. Y créeme que Julia me cambiaba el día porque me gustaba poco ir a aquellas clases, a excepción de algunas.

Era de mi estatura, piel de adolescente en un cuerpo bien madurado ya, volúmenes redondeados, mirada inquieta y pelo agrisado.

Sus experiencias cotidianas y expresadas con sencillez infinita calentaban mi corazón. Cada día que llegaba tarde a clase tenía un buen motivo: me estaba enseñando a ser más agradecida. En su Vida todo eran regalos: la cena que había preparado su esposo, ya jubilado. La película tan divertida de Audrey Hepburn del domingo. Los bienes y los notables de su hija (no, no necesitaba sobresalientes).  Una mantelería de hilo egipcio que estaba bordando para sus bodas de plata y la visita de su hermana que vive en Navarra. Su fe de acero en que en algún lugar hay una fuente que, en el ejercicio de lo que es, está allí ofreciéndonos encuentros, comidas, instantes, abrigo y oportunidades que esclarecen recovecos de divina eternidad, convertía su Vida en un aventura de gratitud.

Daba las gracias por cada una de esas dádivas.

Me entraban ganas de abrazarla. O más bien de que me abrazara.

La echaba de menos. Los días pasaban sin nuestros tempranos encuentros y yo llegaba puntual a mis clases.

Cada mañana al tomar el ascensor me preguntaba: ¿la veré hoy de nuevo? A medida que pasaban los días, mis ganas de decirle GRACIAS se multiplicaban. Deseaba darle ese regalo envuelto en palabras que no podía ser entregado.

Habían pasado dos semanas y mientras abría el buzón un vecino me dijo: ¿sabes que Julia ha tenido un derrame? Está muy grave.

Muy grave.

No vendría mañana.

No iba a volver más.

Salí del ascensor y tardé en llamar al timbre de casa.

¿Qué tipo de regalo era ese?

Tenía ganas de llorar.

 

Han pasado más de doce años desde entonces. Y ayer, al bajar de casa de mis padres, me encontré con Julia en la puerta del mismo edificio donde se decretaban mis tardanzas.

Estaba igual… con una salvedad: la profundidad luminosa de sus ojos había reemplazado aquella inquietud de antaño.

No sabía si darle un abrazo, pero ella obvió mi duda (gracias) y abrió sus brazos.

Afortunadamente lo perdí todo en un momento. Parecía que no iba a salir.

Y sin embargo, aquí estoy ¿no es un regalo? – me dijo.

Sí, claro. Era un regalo.

Julia había vuelto hacerlo. Perder todo para volver a tocarlo con manos nuevas. Y tomarlo como un regalo.

 

Volvía a casa, mi diálogo mental sobre si me llevaba esto o aquello había cesado. Aparté todo lo que no necesitaba de la mesa, he hice un listado con todo lo que me llevaba en la maleta de las joyas. Con todo a lo que estaba agradecida.

Ahora sí que no me cabía nada más en el equipaje.

Reconocer, darte cuenta, tomar nota, susurrar GRACIAS por todo lo que la Vida nos regala cada día es el mejor antidepresivo conocido sin efectos secundarios. Bueno, miento… sí los tiene: cada vez te das más cuenta de cuánto hay ahí para TI.

 

Cuéntame… ¿qué cosas hay ahora mismo en tu vida que quieres agradecer?

¿Hay algo que se te ha escapado y es fantástico?

Probablemente sí ¿verdad?