SOLEDAD… ¿SOLEADA O ESCARCHADA?

 

Caminaba la otra noche por el paseo marítimo de mi pueblo playero.

Observaba como el silencio se iba abriendo paso tras los restos vívidos de un verano repleto de lo que le es propio.

Las alegrías comienzan a celebrarse en manga larga y los pasos ya no llevan sandalias mientras sale la primera luna llena del otoño por el horizonte.

Las compañías abundantes y deleitosas del verano habían camuflado a los caminantes forzosamente solitarios, a las miradas contraídas por un silencio inquebrantable. A los que no son visitados, a los que anhelan una mirada que les vea y una palabra que les saque de su ostracismo.

Habitamos un mundo dónde se regalan abrazos, se generan nuevas redes sociales de encuentro y se crean espacios de coworking. Dónde el negocio del café prospera en tiempos tumultuosos y algunos voluntarios prestan sus maravillosas manos para acabar llenándolas de compañía en una era que ostenta el record de personas que viven solas. Y no, no hablo de mayores únicamente, me refiero también a los jóvenes.

Mi tendencia genética a la alegría se desarma con esa soledad que no es pactada ni deseada. Esa soledad que le arranca algo de lo más lindo al ser humano: vivirnos juntos. Ese aislamiento que mete el alma en el congelador y funde la calidez de la carne en un sandwich tardío. Por supuesto, hay soledades elegidas y repletas de amorosa belleza.

Nos gusta sentirnos unidos. Protegidos. Comprendidos. Escuchados. Mirados. Respetados.

Es decir, AMADOS.

Sí, somos humanos. Y a pesar de que nuestros orígenes suenan a manada, a tribu, a comunidad, a marinería, el ahora es un tiempo donde lo mío es más mío y las fronteras entre tú y yo se fabrican con una piedra cada vez menos porosa.

Y nos ponemos excusas… el mundo es peligroso, no te fíes ni de tu abuela, asegura tu vida, es todo muy incierto, nunca se sabe... Y de pagar tanto arancel, construimos una Vida que no resuena con nuestras células. Por eso se les pone la mirada tibia, se les encorva la espalda como protegiendo el corazón y las puertas de casa se cierran, como mínimo con un cerrojo. Me llama extrañamente la atención lo molesto o impropio que llega a considerarse mirar  a los ojos de un desconocido. Hay encuentros que sólo deberían producirse en la mirada, ¿no crees? Aunque ese ya es otro tema…

 

En algunas ocasiones he pasado largos tiempos habitando con mi propia compañía un hogar y algún tiempo más corto viajando sola.

Sin embargo, hacía mucho que no pasaba unas semanas viviendo sola en un pueblito casi desértico. Y alguna de estas tardes, al volver a casa sabiendo que nadie me esperaba… me sentía un poco… habitada por algo que no era del todo cómodo.

¿Qué es esa sensación? me preguntaba. Sí, es soledad. Como otros sentimientos, viene y va. Muy honestamente y todavía sentada, tomando un vino con aquella sensación, sabía que simplemente se trataba del deseo de tener a alguien con quien distraer una incomodidad más profunda. Es una canción que me suena familiar cuando vengo de pasar meses con mi piel oxigenada por tan magníficos consortes.

Hay retiros voluntarios, pactados con la conciencia, que son puro deleite. Sin embargo, los forzosos son como un espejo vintage que te lleva al encuentro de lo que has dejado de mirar. Y como en un soplido que hace volar por los aires el polvo acumulado, esta soledad desarticula voces dormidas que han de ser despertadas.

Tuve la tentación de salir a buscar a alguien, pero vino el recuerdo a salvarme: cuántas veces he vivido inmensamente plena en soledad. Y mucho de ese placer fue bastante mundano: comer cuando uno tiene hambre, conversar con uno mismo mientras cocinas, entonar un mantra en cualquier rincón de casa, contar con un silencio que es banda sonora de un buen libro o una buena siesta y pasear por la playa a horas que no se debe. Y sobre todo, tener la certeza de que cuentas contigo para todo. Sensaciones que se aprecian cuando se tiene el privilegio de ir conociendo los significados de uno mismo y contar con el tiempo para estar enteramente contigo. Y es que si no te conoces, no será del todo sencillo amarte y estar a gusto en tu piel.

Comencé pues a dejarme llevar por esa memoria del baúl y ahora puedo volver sola a casa. Puedo darme este regalo. Vivir acompañados nos brinda en ocasiones una elección: ¿los demás o yo? Porque cuando vivimos rodeados ocurre, sin darnos cuenta, que nuestra mirada está ofreciéndose al otro al mismo tiempo que dejo de mirarme a mi. Hay a quien le sucede. Y aunque no es necesario, vivir un tiempo a solas es como sentarte cada día con esa persona a la que estás conociendo. Es aprender a disfrutar de verdad de ti y entonces, cuando llega la compañía, la diferencia del encuentro es tan inmensa que no puedo más que agradecer el desafío que la soledad me ha ofrecido.

Somos seres porosos.

Nos necesitamos los unos a los otros. Tanto como nos necesitamos a nosotros mismos.

 

Y aunque a veces protejamos del frío nuestra cicatrices con buenas compañías,

no me queda duda de que el mejor cortejo es el de las personas que se habitan a sí mismas

como si fueran ricos palacios y acogedores moradas.

 

¿Y tú? ¿Cómo te manejas con la soledad?